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Intervención mínima del derecho penal: un malentendido frecuente

En no pocas ocasiones hay algunos letrados que fundamentan sus recursos y otros escritos en el llamado principio de intervención mínima del derecho penal, con la pretensión de que se considere que la conducta enjuiciada de que se trate no reviste de la gravedad necesaria para poder ser considerada delito. Se argumenta, erróneamente, que si bien la conducta puede encajar formalmente con su descripción típica, sin embargo, no sería lo suficientemente grave como para lesionar bienes jurídicos. En estos casos, sin embargo, se están entremezclando principios distintos: una cosa es el principio de intervención mínima o de última ratio del derecho penal y otra el principio de ofensividad, lesividad o prohibición de exceso. Comoquiera que el Tribunal Supremo lo ha expresado de forma clara y contundente, me voy a limitar a mencionar dos de sus Sentencias:

STS 60/2021 (Sala de lo Militar), de 6 de julio (Ponente: Jacobo Barja de Quiroga): «… conforme a la doctrina clásica todo delito tiene que ser lesivo para el bien jurídico que protege, por lo que la afirmación de la existencia de un delito conlleva o implica que es lesivo para dicho bien jurídico; por consiguiente, que existe lesividad.

(…) El concepto de bien jurídico, tanto en su función intrasistemática, esto es, transversal o en su función crítica, legitimadora del Derecho penal, se considera, tanto por la jurisprudencia de forma reiterada como por la mayoría de la doctrina, esencial para la existencia del delito en sí mismo, o en referencia a alguno de sus elementos, como la tipicidad o la antijuridicidad. Aparece así como un concepto central dentro del Derecho penal.

De manera que el principio de «prohibición» de exceso, como manifestación del principio de proporcionalidad, impide el castigo en aquellos casos en los que no se lesiona ningún bien jurídico. Lo cual es, sin duda, un elemento de la legitimación del derecho a castigar».

STS 758/2021 (Sala de lo Penal), de 7 de octubre (Ponente: Javier Hernández): «No parece discutible que la intervención penal en una sociedad democrática debe responder a determinados estándares de racionalidad que se convierten en verdaderas reglas secundarias. Unas, destinadas al legislador y, otras, destinadas a los jueces.

Las primeras, suponen que el legislador solo puede seleccionar y castigar aquellas conductas que supongan ataques intolerables a bienes jurídicos de relevancia constitucional -principio de intervención mínima o de subsidiariedad o fragmentación del derecho penal-. Cualquier extralimitación en la configuración de los tipos de prohibición que no respete la necesaria correspondencia con dicho fin exclusivo de protección supone un menoscabo injustificado del espacio de libertad constitucionalmente protegido para todo ciudadano y, por tanto, susceptible de ser tachada de arbitraria – principio de exclusiva protección de bienes jurídicos-.

Por su parte, los jueces tienen la obligación de no ampliar los espacios de prohibición acudiendo a reglas de interpretación analógicas extensivas que superen el sentido literal posible de los elementos descriptivos o normativos de los tipos -principio de interpretación estricta-. También tienen la obligación de no castigar las concretas conductas que carezcan de contenido material para lesionar el bien jurídico. No basta una mera antijuricidad formal para que la acción caiga dentro del espacio de protección de la norma. Si no hay lesión del bien jurídico no puede existir responsabilidad penal.

17. Lo anterior sirve para poner de relieve que, prima facie, el principio de intervención mínima no constituye una fórmula de interpretación de la norma penal utilizable por los jueces. Es al legislador al que le incumbe la determinación de las conductas que pueden y deben ser protegidas por la norma penal y, por tanto, solo el legislador es el destinatario de los límites que derivados del principio de intervención mínima limitan su actividad incriminatoria.

Los jueces solo pueden utilizar el principio de intervención mínima para fundar dudas de constitucionalidad sobre las que formular la correspondiente cuestión por considerar que el producto normativo penal supera o desplaza de forma constitucionalmente inadmisible dichos mandatos de sustancia. Al tipificar como delito, por ejemplo, conductas que no responden a la finalidad de proteger bienes jurídicos socialmente relevantes; o que no reúnen tasas de significativa puesta en peligro de los bienes jurídicos protegidos; o en las que la pena prevista constituye un patente derroche de coerción penal – SSTC 36/1999, 102/2012-.

Fuera de este uso como canon de constitucionalidad para formular la correspondiente cuestión ante el Tribunal Constitucional, los jueces no pueden acudir de forma directa al principio de intervención mínima para descartar la aplicación del tipo penal a una determinada conducta porque consideren que en términos de oportunidad no merece la sanción penal o porque no debería contemplarse, tan siquiera, como delito.

18. Con ello no decimos, ni mucho menos, que la labor subsuntiva de los jueces deba realizarse de una manera formal o ajena a los principios de certeza, lesividad y de protección que deben envolver la actividad judicial de interpretación y aplicación de la norma penal. Todo lo contrario. Lo que sí pretendemos destacar es que los jueces debemos utilizar los mecanismos de interpretación y selección de consecuencias normativas que resulten compatibles con el mandato constitucional de sujeción a la ley. Entre otros, la determinación del sentido literal posible como límite aplicativo, la valoración de la adecuación de la acción, la identificación de los fines de protección y los límites del riesgo socialmente permitido o la aplicación de fórmulas normativas de imputación objetiva que limiten el efecto regreso.

Fórmulas interpretativas y aplicativas de los tipos penales respetuosas con, por un lado, la naturaleza fragmentaria de la intervención penal y, por otro, el principio de distribución constitucional de poderes. Y que quedan muy lejos de la simple inaplicación de la norma utilizando un parámetro de racionalidad de la intervención legislativa, como el principio de intervención mínima, no destinado a los jueces».

En conclusión: no debe confundirse la necesaria ofensividad de una conducta formalmente típica para que pueda ser penada con la pertinencia o no de estar descrita por la ley penal como delito.

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